Contaba Paco Umbral, antes incluso de ponerse a hablar de su libro, que hubo un tiempo en que, como periodista,  aprovechaba el cocktail del acto al que había sido convocado para alimentarse y que en alguna ocasión le dijeron aquello de «aprovecha y toma un güisquecito, rojo de mierda». Era la versión gacetillera del Plácido de Berlanga, donde en Nochebuena las familias bien sentaban a su mesa a un pobre.

Poster de

La miseria de un país, reflejada por Luis García Berlanga en «Plácido».

El periodista era entonces un peligro, creía en la libertad y la bohemia precaria de ganarse la vida informando sobre las verdades que resultaban incómodas para alguien, en principio, poderoso y tirando a mentiroso. Con la llegada de la democracia, algunos periodistas alcanzaron el estrellato y los columnistas se confundían con los literatos. Se dice que nada hay más terrorífico que acudir  a la llamada de la puerta y al abrirla encontrarse con un payaso inmóvil. A los chanchulleros les aterrorizaba que al otro lado del portero automático les apareciera un plumilla con un fotógrafo guardándole las espaldas.

Con el tiempo, las empresas y los organismos desarrollaron cierto respeto y mantuvieron su animadversión hacia los plumillas que se empeñaban en encontrar suciedad bajo sus alfombras, pero también empezaron a contratarlos como antídotos contra sus males informativos.

Ahora que el periodista es una raza en extinción, aunque todavía quedan tozudos ejemplares blindados con cierto escepticismo que sólo creen que deben de contar las historias incómodas, la cosa está cambiando de nuevo. Internet y las nuevas plataformas de comunicación exigen un ritmo de alimentación informativa ingente, aunque no necesariamente rigurosa. El periodista ya no es el único emisor. Puede que la función del nuevo periodista sea poner orden y dar calidad a los contenidos, sembrar hábitos editoriales que respeten las viejas reglas del titular, la entradilla y el cuerpo del texto dentro de un diseño amigable para materializar un producto atractivo.

En este contexto, el comunicador corporativo debe ayudar a las organizaciones a facilitar el flujo de comunicación interno y externo y, frente a esa especie de comunión sectaria con un Compromiso (con mayúsculas) dictado a la mayor gloria de unos pocos, los primeros en buscarse excusas y excepciones para su peculio, aportar, si puede, un poco de sano escepticismo, asepsia adjetival y un buen relato. Y, luego, si la ocasión lo permite, tomarse un güisquecito, aunque no escriba ni de lejos lo bien que lo hacía Umbral. Claro que al periodista corporativo punto cero le deben importar las personas y a Umbral, básicamente, le importaba su libro.