En tiempos de elecciones florecen los discursos y los asesores de imagen. Lo cierto es que los líderes, políticos o no, no parecen convencer mucho con sus peroratas ¿Cuál es la clave de un buen discurso?
El ideal es tener algo propio que contar y hacerlo de forma agradable y natural. Pedro Sánchez ya ha reconocido su falta de naturalidad, lo que parece la consecuencia lógica de repetir frases prefabricadas por otros y hacerlo con cara y voz de convencimiento de manual. Mariano Rajoy es posiblemente el mejor registrador de la propiedad de España y uno de los políticos más aburridos ante las masas, salvo cuando sale en la tele jugando al futbolín. Al lado de estos dos, Pablo Iglesias, con su prepotencia de profesor más listo que tú, y Albert Rivera con su sonrisa liberal y sin corbata, son dos tipos con carisma, gracia y salero.
Sé tu mismo, sobre todo si no tienes el atractivo bailando de Barack Obama o del gracejo de Jack Kennedy a la hora de decir aquello de «soy un berlinés» cuando pisas la ciudad alemana. Eugenio se pasó su exitosa carrera contando los chistes de una forma aparentemente monótona, pero propia. También es cierto que siempre hay cosas que mejorar y los asesores en comunicación pueden ayudar a hacerlo. De Richard Nixon, individuo mejorable conocido como Tricky Dicky y vapuleado por Kennedy en debate televisivo, un adversario político vino a decir, “¿le compraría usted un coche de segunda mano a este tipo?”. El insulto es un arte y Felipe González, considerado uno de los más cualificados encantadores de serpientes oratorios de la democracia española, dejaba a Alfonso Guerra la labor de alimentar los bajos instintos, como cuando decía del candidato madrileño Juan Barranco aquel alegato demagógico enquistado en el subconsciente español de “lo que a ti no te perdonan, Juanito, es que tu padre era albañil”.
No se trata de repetir una falsedad el suficiente número de veces para que se convierta en realidad asumida, como en “Un mundo feliz” de Huxley. Pero también es cierto que la persistencia, aunque venga de alguien tan desabrido como José María Aznar, tiene un valor. Su “váyase, señor González” marcó un hito y lo cierto es que funcionó. Pero también es cierto que su discurso fue degenerando hasta el punto de ser poseído por un acento tejano (“estamos trabajando en elloouuu”), fenómeno que ningún experto ocultista ha podido aclarar hasta la fecha. A su lado, Zapatero parecía una buena persona sobrada de talante que metía la pata con sinceridad.
Cualquiera puede ser atractivo a su manera y convencer o, al menos, hacerse escuchar, con su discurso. Jordi Pujol era, puede que por sus tics, bastante electrizante y el mismo Arzallus se aparecía al auditorio cual arúspice visionario y tronante. Mussolini, Hitler y el mismo Darth Vader, tres referentes de malos de verdad, eran hipnóticos, con un histrionismo tan magnético y al borde de la cordura como el de Raphael en escena. También hay personas, como los últimos reyes de España, el uno por monocorde y el otro por sobreactuado, que no consiguen leer de manera convincente los discursos que nunca han escrito. En general, sus textos se esfuerzan más en evitar decir algo que en hacerlo. Es cierto que el mejor discurso de Juan Carlos I fue el del (glups) 23F, así que, en realidad, casi mejor que los sigan haciendo insulsos.
En las organizaciones, los altos responsables deben saber dirigirse a las personas que las componen. Pese a desastres aparentemente insuperables, hay esperanza. Conocí a un director general que apenas musitaba ante el micrófono un listado de cifras y siglas a los empleados en sus alocuciones corporativas. No sólo le importaba un pito que no se le oyera, sino que se le notaba. Cuando un asesor, por supuesto externo, así se lo dijo, empezó a mejorar. Pasados los años y cogiéndole el gustillo, llegó a ser un comunicador aceptable, natural y claro que hacía llegar sus mensajes con facilidad.
Se trata de ser uno mismo porque, de lo contrario, te pueden abducir, como a Aznar en Texas o en las Azores. No se trata de conseguir poner en trance a la audiencia como en una iglesia rural del Mississippi ni de convertirse en la reencarnación de Churchill. A veces, para ganárselo, basta con pensar que el público objetivo no es tonto.
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